El virus infectó a la gran mayoría. Aquellos que fueron inmunes nos llamaban cucarachas, por aquel mito de que sobrevivirían a todo. Los que enfermaban desarrollaban leves protuberancias rojas, parecido a la varicela común que les daba a los mas pequeños y que las abuelas cubrían con una crema rosada para evitar los malestares. La fiebre, vómitos y mareos les terminaban bajando su nivel cardiaco y morían en cuestión de días a semanas. Aquellos que en un principio enfermaron y no murieron perdieron la vista o la temperatura les provoco una trombosis que les afecto motrizmente, quedando, algunos empotrados en cama o perdiendo sensibilidad en brazos o piernas; el virus, sorpresivamente, no creo anticuerpos, aquellos que libraban la enfermedad con penas podían caer en cualquier contacto. Las cucarachas no estábamos a salvo, los gatos comenzaron a experimentar pequeñas mutaciones, algunos se les botaban los ojos y otros comenzaron a sangrar de sus patitas, de pronto sucedió el primer incidente grave en Perú, una manada de gatos se apodero de una pequeña comunidad, los abrían con sus garras y les comían sus entrañas. Este tipo de sucesos se extendieron por los distintos continentes. Las cucarachas nos escondimos a las orillas, sin agua o manera de cultivar. Como los insectos, nos alimentábamos de basura y desechos. Los gatos cada vez eran menos reconocibles, adquirieron forma bípeda, aproximadamente de metro y medio, garras más grandes y nulo pelaje.

Aprendí a leer ni a escribir por medio de revistas de la farándula, fueron las ultimas en dejar de publicarse; sobreviví con un lenguaje escaso, que cada vez lo utilizo menos al no tener a nadie. La sobrevivencia depende de la desconfianza, y mis cicatrices en la espalda y brazos me lo recuerdan día con día. Entre las mismas cucarachas hay conflictos, el hambre nos lleva a terrenos oscuros y sin dialogo. 20 años han pasado desde que mis padres me llevaron lo más lejos para que no me hicieran daño los gatos, ellos no eran inmunes y aunque lejos de la sociedad, el aire les llevo el virus a sus organismos.

Mis reservas han ido acabando, el apetito me hizo caminar un buen rato por el desierto. Las dunas y el viento helado del invierno generan una paz repentina. De pronto vi encendida en una construcción abandonada una fogata. Me tiré al suelo y entre la arena me arrastré para ver mejor y no ser vista. No había ninguna señal de que fuera algún grupo de cucarachas, era una solitaria, como yo o tal vez más indefensa. Hay mucha calma, hacia mucho frio y el fuego era tentador. De una de mis bolsas del pantalón tomé mi pequeño cuchillo lo sujeto con fuerza para continuar avanzando de a poco aprovechando la oscuridad de la noche. Un poco más cerca pude ver a un hombre acostado en el suelo, se ve débil, muy enfermo. Lo observo unos minutos, parece no moverse. Tengo tanto frio que valía la pena el riesgo.

Me meto con cuidado para no despertarlo, cualquier ventaja que me de su sueño lo iba a aprovechar. El hombre volteo los ojos y me vio, me pongo en guardia y él se río con la poca fuerza que tenía.

– No creo que te pueda ganar. – me dijo con dolor en cada palabra.

Analicé sus manos, parecían inmóviles, decidí irme sin darle la espalda.

– Quédate, no voy a estar aquí mucho tiempo – me dijo.

– ¿Estas solo? – pregunte con desconfianza, mi voz me suena rara, no la había escuchado en meses.

– Si, no te acerques mucho. Era una cucaracha como tú, supongo. Te tengo una mala noticia, parece que no nos vamos a salvar de esa cochinada que anda en el aire.

Me voy al otro extremo del cuarto pongo mi mochila en el suelo, el fuego nos separa, tomo asiento, me quedo callada mientras el calor me da en la cara.

– No hablas mucho – continuó.

No respondí, creí mover la cabeza negando, pero no estoy segura de haberlo hecho.

– Yo tampoco, pero la muerte me pone muy parlanchín.

Lo miraba fijamente entre las flamas, seguía riendo y con todas sus fuerzas giro su cabeza, sus ronchas se hacen más visibles a la luz del fuego. De pronto su sonrisa se apaga.

– ¿Escuchas?, vete, yo los distraigo.

Unas grandes pisadas se comenzaron a escuchar, eran rápidas, corrí y salí del lugar, pero solo alcance a caminar unos metros y me regrese a la pared exterior. Los gatos entran, son mas grandes de lo que recordaba, adoptaron una postura totalmente erguida.

– ¿Qué esperan?

El hombre les recriminó, uno de los gatos analiza el cuarto y ve mi mochila. Le pega con sus garras a la pared y los otros dos voltean, uno sale rápidamente, sabían que no estaba solo, que estaba ahí. De pronto un silencio. Ya no los escuchaba. Del techo uno cayó frente a mí, era lo más horrible que había visto, sin pensarlo me embistió con una de sus garras el brazo para no dejarme ir. Pero de manera instantánea comenzó a dolerse y sacudirse violentamente. Corrí asustada y confundida, mientras los otros gatos se aproximaban ante la llamada de auxilio, uno de ellos me ve y se movió rápidamente hacia mí. Me empujó y caí violentamente sobre una de las ventas de la construcción. Volví a sentir el fuego muy cerca de mi cara. Amenazante se acercó a mí, la luz del fuego lo ilumina, son seres completamente fríos, me tomó de mi brazo ensangrentado para soltarme de inmediato. Confundido se vio su extremidad. Nunca había visto a una creatura como estas con miedo, fue casi liberador. Salió del lugar acompañado del otro. Hay algo en mí que los detuvo. El hombre que se encuentra tirado en el suelo me ve fascinado.

– Tienes que hablar, tiene que decirle al mundo que eres.

– ¿Qué soy? – respondo aun confundida.

– Eres la respuesta. Eres la cura.

Este cuento lo escribí para ser parte de mi nueva antología, pero temáticamente no va con ella. Lo subo aquí para que encuentre a un lector.

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Hola, soy Ruben Garcia, docente y productor audiovisual. Mi currículum puede decir muchas cosas, pero la única gran verdad es que me gusta ver películas y hablar de ellas.

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